Octavo poema

de Juan Enrique Acuña

Esta es mi selva:
los infinitos pájaros que de pronto en las tardes,
prolongan la huida hacia el ocaso;
el viento entre los árboles cargados de cigarras;
los llameantes insectos de la siesta,
la noche con sus negros abanicos...
Esto que ves, que sientes, que soportas,
subiendo por mi voz,
sangrando,
ardiendo.

Mira, amor, bajo el cielo del verano
su forma musical,
su eterna gracia.
Mírala: es mi hermosura.

Sobre su viva carne crece la grave historia de los días,
mientras sus grandes aguas corren mortalmente preñadas
y los torpes apetitos caen,
caen todavía poderosos y oscuros
en las marañas ciegas,
donde los hombres vibran y se retuercen y odian.
¡Oh, las pequeñas flores
que nos deja en las manos su silencio!

Ellos están sobre la tierra, y cantan.
Erguidos tristemente,
cómo devoran nuestros tiernos pájaros
o nos manchan las sienes
con la gloriosa sangre del crepúsculo,
cómo nos vuelven a los ríos, a la tierra sangrante,
a toda esta severa vitalidad humana
donde somos perfectos.

Son los hombres, amor,
tan doloridos,
tan llenos de canción,
tan nuestros.

No hay soledad que nos separe de su carne.
No hay dicha, ni dolor, ni canto, ni bandera
que no estén en su sangre levantados,
en su rebelde grito
¡Oh, su piel de tabaco!

¡Oh, su polca tristísima!
¡Oh, su gesto de rama,
de rama de lapacho florecido,
reintegrando a su cauce tantas cosas,
tanto origen borroso!
¡Amor, pureza mía!
Posa tus manos sobre sus pobres labios;
Alza tu voz en ellos, verde, verde;
No abandones su cuerpo en esta lucha.
No nos dejes, amor:
¡Me moriría!

de EL CANTO
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